Por Adhik Arrilucea para SINC.
El equilibrio entre los proyectos de energía renovable y la conservación del paisaje es una de las cuestiones que se está planteando en la actualidad en España para lograr una transición ecológica justa. Ernest García, profesor emérito de la Universidad de Valencia, defiende que en un planeta con recursos limitados debemos adaptarnos social y económicamente si queremos «mitigar el golpe» de la crisis climática.
Los conflictos sobre el territorio son algunas de las preocupaciones que los ecologistas manifiestan cuando se habla de la implantación de las energías eólica, fotovoltaica o la solar térmica. Asimismo, la gestión segura de residuos de la nuclear pone en entredicho la fisión como alternativa verde e incluso el denominado hidrógeno verde genera sendas dudas entre los expertos debido a su inestabilidad.
Ernest García (Alicante, 1948), profesor emérito de la Universidad de Valencia, ha dedicado parte de su vida académica a la investigación en el campo de la sociología ecológica. Esto le ha llevado a estudiar la dinámica de los conflictos socioecológicos, la relación entre las condiciones de trabajo y la sostenibilidad, así como el impacto ambiental del consumo, o la transición a una sociedad post-carbono. Además, es autor de libros como: Medioambiente y Sociedad: La civilización industrial y los límites del planeta o Ecología e Igualdad, Hacia una relectura de la teoría sociológica en un planeta que se ha quedado pequeño.
Frente a las expectativas apocalípticas de colapso ambiental, ¿cuáles son las opciones que nos dan las renovables?
La esperanza está en desarrollar las circunstancias sociales y económicas adecuadas para mitigar el golpe. Este impacto es inevitable porque no es realista pensar que las energías renovables pueden sustituir totalmente al sistema energético actual. Si hay suerte, pueden suplirlas parcialmente, lo que implica una adaptación de todas las organizaciones de la vida social a una escala más reducida. Si las cosas se hacen bien, deben constituir una manera de reducir los costes de la transición ecológica.
En España se debate la implantación de la energía eólica y la fotovoltaica por los problemas asociados de impacto ambiental. ¿Tenemos mecanismos que garanticen buenas prácticas en la construcción de estos parques?
El principal problema es la necesidad de ocupar mucho espacio. La radiación solar es una forma de energía muy diluida y para captarla hace falta una superficie muy grande, esto provoca un conflicto sobre el uso del territorio. La energía eólica, aunque más concentrada, sigue siendo dispersa, y genera problemas asociados a cuestiones de paisaje y de protección de fauna, como es el caso de las las aves. Estos problemas no pueden suprimirse.
¿Qué soluciones se proponen?
Algunos críticos abogan por estaciones más pequeñas, pero eso implica desconcentrar la energía. Yo soy muy partidario del uso desconcentrado como instrumento de apoyo, pero es imposible sustituir todos los usos actuales de los sistemas eléctricos. Si deslocalizas y diversificas, no puedes tener macrosistemas colonizados a escala mundial como tenemos ahora. Esto no es necesariamente malo, pero algunos piensan que ambas cosas son compatibles cuando no lo son.
En el caso de la energía nuclear existe una división de posturas. ¿Cómo augura su futuro?
En la actualidad nadie piensa que la energía nuclear pueda ser una alternativa al sistema energético, ni siquiera sus defensores más acérrimos. Existen en torno a 450 centrales nucleares en el mundo que producen algo menos del 4 % de la energía comercial. Para que esta alternativa reemplace el sistema actual habría que multiplicar por 20 el número de centrales y el suministro de combustible, cuando el uranio es un material no renovable. Además, habría que resolver el problema sobre la gestión de residuos. Incluso quienes más abogan por su uso, reconocen que este es un asunto no resuelto.
¿Qué otros peligros suponen las nucleares?
Habría que controlar el riesgo de proliferación militar. Siempre ha habido una conexión entre los usos civiles de la energía nuclear y la fabricación de bombas atómicas, que es lo que está en el fondo del conflicto. En suma, haría falta una respuesta creíble a todos estos planteamientos para afirmar que la energía de fisión puede sustituir los combustibles fósiles. Absolutamente nadie lo cree.
El hidrógeno verde está ahora muy en boga. ¿Tiene potencial para paliar la crisis climática?
Puede ayudar poco. ‘Hidrógeno verde’ como tal quiere decir hidrógeno producido a partir de electricidad generada por fuentes renovables. Posteriormente, ese hidrogeno se utiliza como combustible, pero esta tecnología plantea problemas parecidos a la nuclear.
Aunque el hidrógeno es el elemento más abundante en la naturaleza, también es el más inestable. Simplificando, pensar en un mundo de coches movidos por hidrógeno es imaginar un mundo de explosiones cotidianas. Esto no pasará, pero sí que hay algunos planes de construir grandes depósitos de hidrógeno, lo que supone una bomba de relojería.
En varios artículos menciona la teoría de Howard y Elisabeth Odum sobre el ciclo de crecimiento, agotamiento y descenso de los ecosistemas y las civilizaciones. ¿Qué otros ejemplos existen en la historia de decrecimiento?
Quizás el más conocido en Europa es la decadencia del Imperio Romano de Occidente, pero hay muchos otros. De todos modos, el decrecimiento no es una opción, es simplemente algo que pasa si un sistema se sitúa por encima de la capacidad de su ecosistema para mantenerlo. Se puede forzar durante un tiempo, pero está destinado a decrecer.
También habla de la necesidad de desmantelar la globalización. ¿La mirada glocal (‘piensa global, actúa local’) es la alternativa?
Efectivamente, la desglobalización es otro efecto inevitable. Para globalizar hace falta interconectar, lo cual requiere de energía y recursos. Existen muchas propuestas con un principio de localización: el kilómetro cero, la ciudad de los 15 minutos o las comunidades energéticas locales. Todo esto responde a una idea de relocalización, de adaptarse a una situación en la que la dependencia de sistemas mundialmente interconectados va a entrar en crisis.
Es interesante desde el punto de vista sociológico porque estas propuestas remiten a la asociación colectiva. Más local significa más comunidad. Un mayor peso comunitario conlleva relaciones sociales más cálidas y mayor cohesión social, pero también implica incrementar el control sobre los individuos.
¿Aumentaría este decrecimiento la desigualdad norte y sur?
En mi opinión, depende de algunas variables. Los problemas de distribución, desigualdad y sostenibilidad ecológica son distintos, pero están interconectados. Por ejemplo, el decrecimiento en el uso de materiales y recursos podría facilitar su acceso a las comunidades locales. Utilizarlos de tal manera que el consumo total disminuya sería compatible con el incremento de la igualdad. Esto en teoría es posible, pero son los políticos quienes deben plantear cómo hacerlo.
Los investigadores demandan medidas políticas y estos últimos esperan soluciones científicas. ¿Cómo se consigue el consenso ante la crisis climática?
Que Dios nos pille confesados (ríe). Ese patrón viene de los años 60 y las políticas de medio ambiente existen desde entonces. En aquel momento se discutía su necesidad y utilidad, pero hoy nadie cuestiona la intervención política sobre, por ejemplo, los parques naturales. Sin embargo, problemas más de fondo como la crisis climática se siguen planteando en los mismos términos.
¿Cuál es su opinión ante el activismo climático que han adoptado algunos científicos de forma individual?
Es un efecto más de la maduración de esta dinámica. Tras mucho tiempo jugando a ese juego, los que avisan del problema se acaban activando. Creo que el movimiento juvenil también ha mediado en este asunto, porque reclaman que se escuche a los científicos. Es el mismo problema de circulación que existe entre la ciencia y la política, es decir, se va intensificando a medida que aumenta la urgencia. No creo que suponga un cambio, sino que es una expresión más de esta vieja dialéctica.
Fuente: SINC.